"Y entonces perdimos la inocencia. La madre y el hijo" (Capítulo 1)

domingo, 11 de mayo de 2014

ANDRES GADEA

Wayne apenas había conseguido saltar al otro lado de la verja cuando un dolor punzante en el costado le hizo comprender que se había hecho daño. En un acto reflejo se llevó la mano al punto exacto del ramalazo y el simple roce de sus dedos le hizo dar un mudo aullido. El escozor era considerable, e incluso sangraba algo, pero en ese momento no disponía de tiempo para comprobar su herida. Debía ser cauto y ágil. De modo que, cubierto por la oscuridad de la noche, corrió sin detenerse hasta alcanzar el bosque que se hallaba a un centenar de pasos. Exhausto por los nervios y el esfuerzo de la carrera, una vez llegado a él tuvo necesidad de echarse al abrigo de un fornido roble. Se alegraba enormemente de haber tomado consigo su gastada chaqueta de lana, pues la brisa de primavera, bien entrada la madrugada, seguía siendo tan fresca que lo hacía estremecer. Poco después, casi sin pretenderlo, se quedó dormido. ¡Lo había conseguido! La granja del señor Stockenson pertenecía ya al pasado.

Los pálidos rayos de sol de la mañana se colaron por entre las ramas de los árboles y despertaron sobresaltado al muchacho, quien tuvo la extraña sensación de haber permanecido en aquel lugar durante varios días; aunque pronto recordó que tan solo habían pasado unas cuantas horas desde que siguiendo la idea prevista lograse escapar en medio del más completo sigilo, sin que el viejo Hoss o los demás empleados de la explotación lo echasen en falta. Miró a su alrededor y se sintió feliz. Era libre. Y en adelante solo él mismo dispondría de su voluntad, se dijo con total convencimiento.

Cuando terminó de desperezarse, optó por examinar mejor su contusión. Había dejado de sangrar, ya que se trataba simplemente de un corte hecho al superar la valla. Bastante superficial, para tranquilidad del chico. E incorporándose poco a poco, este decidió hacer una última verificación antes de proseguir su marcha a través del robledal. Con extremo cuidado, trató de acercarse de nuevo a la vieja residencia de donde había huido, ocultándose, eso sí, tal y como las circunstancias lo requerían. Aún era temprano. La señora Hilary no acudiría al establo donde obraba él hasta el mediodía. Los domingos solía dormir un poco más tras toda la semana levantándose a las cinco, amén de que era muy probable que también estuviese ocupada con el resto de tareas a realizar en el interior de la propia casa. Por ese motivo, Wayne supuso que todavía tardarían en descubrir su fuga. Luego de adivinar que nadie había sentido nada extraño, dada la absoluta calma que se respiraba, comenzó a caminar en dirección a la ciudad. No distaba mucho del bosque, por lo que habría de llegar a ella a media mañana. Sin embargo, para evitar que todo su plan se viniese abajo por un exceso de optimismo, pensó que lo mejor sería continuar la senda entre los árboles, dejando a un lado el río que cruzaba zigzagueando el condado y a otro la carretera principal.

Wayne no se caracterizaba por ser un chico alto ni atlético, pero sí bastante fuerte. Los años de trabajo en la granja habían hecho de su cuerpo el de un perseverante caballo de tiro. Sus hombros se veían asombrosamente anchos bajo la camisa, y se diría incluso que podía soportar el doble de su propio peso sobre la espalda. De igual forma, sus brazos también parecían recios y robustos pese a su edad. Por ello, o tal vez a causa de ello, ya desde pequeño el señor Stockenson lo había utilizado para llevar a cabo algunas de las labores más duras. Su pelo rizo era de color rubio oscurecido; sus cejas, finas, y su barbilla, angulosa; mientras que los grandes ojos, verdes y penetrantes, hacían de su rostro si bien no algo bello, sí al menos agradable ante las pocas chiquillas que había llegado a conocer en aquel apartado rincón del país. Entre ellas, había una a la que todavía echaba de menos con especial cariño y nostalgia: Sally, la hija del señor Hoss, quien había estado viviendo con ellos en la plantación hasta que su madre, de particular ascendencia singapurense, decidió llevarla consigo a Londres para seguir sus estudios de confección.

Sally era un par de años mayor que Wayne, y la extraordinaria hermosura de su cara dejaba fascinados a cuantos la veían pasar. Tenía la nariz y los rasgados ojos de su progenitora, así como el carácter apacible de tan encantadora mujer. Por el contrario, de su padre, el gruñón ayudante del señor Stockenson, no había heredado más que la firmeza en sus ideales, cualesquiera que estos fuesen en su adolescente madurez. La afectuosa aprendiza de costurera había sido la única persona en la casa que había tratado con respeto a un agradecido Wayne, y desde luego lo apreciaba como a uno más de su familia. Si ella hubiese permanecido allí en lugar de marcharse a la ciudad del Támesis dejándolo solo, quizás las cosas habrían ido mejor, pensó Wayne avanzando por el sendero con paso apurado. La decisión ya estaba tomada: debía alejarse de todo aquello. No tenía claro adónde ir ni de qué vivir, pero evitaría por todos los medios regresar a la granja.

Y, al igual que a Sally, el joven también extrañaba dolorosamente a su propia madre, pese a haberla perdido muy pronto y guardar vagos recuerdos de su imagen y de su tierna voz. La rememorada mujer, de nombre Elyse como su abuela, había muerto cuando el niño tenía cinco años, mártir de una enfermedad que se la llevó de manera repentina en apenas un verano. Los médicos la llamaban cáncer, pero Wayne era entonces demasiado pequeño para entender por qué la gente tenía que morir. Sobre todo, no llegaría a comprender por qué su madre tuvo que morir. Nunca conoció a su padre. Al parecer se trataba de un trotamundos descarado y mujeriego que había desaparecido sin dejar rastro antes de que él naciese, y ahora que su madre también se había ido para siempre no tenía más familia a la que solicitar asilo. Por su parte, el propio Henry Stockenson, a cuyo servicio se encontraba Elyse a cambio de comida y techo, guardaba un profundo resentimiento en su interior al haber visto sus intentos de seducción rechazados por la atractiva doncella algún tiempo atrás. De modo que el siniestro personaje no desaprovechó la ocasión que se le brindaba para resarcirse de tal fiasco haciendo trabajar desde bien pronto al retoño. Así, Wayne, quien acababa de cumplir los catorce años, poco había ido a la escuela. Poco más sabía que leer, escribir y sumar.

Mientras entre sombras retornaba a su mente la feliz época que vivió con su madre en aquellas tierras propiedad del linaje Stockenson desde hacía casi dos siglos, Wayne continuó la marcha con los sentidos bien agudizados por si percibía algún ruido procedente de la granja. No escuchó nada. Tan solo su corazón desbocado. Y con pleno entusiasmo se sorprendió a sí mismo sonriendo de euforia. En cualquier caso, desconfió de su buena suerte hasta ese instante, por lo que siguió andando sin pausa alguna durante un buen trecho. Únicamente cuando creyó haber llegado al primer pueblo antes de la ciudad pensó que debía comer algo. Los impulsos por la huida no le habían permitido cenar la noche anterior, y Wayne estaba ya en la edad en la que el estómago de los jóvenes parece no tener fondo.

Sus suposiciones eran acertadas. Al girar a la derecha tras un peñasco de considerables proporciones y un par de árboles de ramaje también imponente se encontró, tal como imaginaba, a escasos metros de un grupo de casas aisladas de las demás. Acercándose sigilosamente a la primera de ellas advirtió desde detrás de una empalizada cómo el lechero dejaba una botella junto a la puerta y se llevaba un casco vacío. Esperó cauteloso a que el hombre continuase su ruta y, una vez que este se hubo alejado lo suficiente, Wayne salió de su escondite como el gato que estudia los movimientos del ratón antes de cazarlo. Con notable presteza, se abalanzó sobre el recipiente de cristal para luego, tan deprisa como sus enérgicas piernas le permitían, volver a ocultarse al pie de un anciano ciprés cuya madera comenzaba a resquebrajarse. Bebió de un solo trago la mitad del frasco y decidió descansar de la caminata por el bosque.

Pocos minutos pasaron hasta que se abrió la puerta de la vivienda donde Wayne acababa de tomar la botella. No pudo disimular una pequeña sonrisa cuando vio la sorprendida cara de una mujer madura, ancha de caderas y entrada en kilos, al comprobar que el repartidor había pasado por alto el detalle de cambiar el tarro vacío por otro lleno. Pero todavía no estaba saciado, y optó por seguir buscando algo más que llevarse a la boca.

En el siguiente hogar eran más madrugadores. Ya habían recogido la entrega, por lo que probó fortuna en el tercero. Esta vez la suerte estuvo de su lado. No solo había leche sino también un buen pedazo de pan recién horneado cuyo delicioso olor se podía apreciar desde su posición. Wayne supuso que lo habría dejado ahí el propio panadero mientras los miembros de la morada holgazaneaban un rato más entre las sábanas antes de levantarse para ir a la iglesia. No era una buena idea pillar esa hogaza, pensó, pues quizás hubiese chiquillos que se quedarían sin desayuno. Pero en ese momento su estómago decidía por él. Así que con la misma cautela con la que había procedido en la primera de las casas, el muchacho se aproximó para alcanzar su objetivo. Lo tenía ya en sus manos y estaba a punto de regresar a su escondite cuando tuvo la impresión de que alguien lo observaba. Una hermosa criatura, de apenas cuatro o cinco años, estaba de pie, inmóvil, mirando a Wayne con ojos soñolientos y una muñeca de trapo en sus brazos.

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